lunes, 25 de julio de 2011

LA VISITA INESPERADA

Cuando cerraba la última maleta, apareció. Sonriente y educado, como para romper el hielo y, además, con toda la intención de entrar. No voy a negarlo, me di cuenta desde el principio de qué era lo que buscaba, y precisamente por eso le cerré las puertas. No, no era justo; al fin y al cabo él estaba pagando los platos rotos de alguien más, pero esa era su culpa, no la mía, pues él quería entrar aún con todo el conocimiento acerca de la situación, porque si no notaba en mi rostro desilusión entonces no era humano.
Pobre, pues tenía la esperanza. Me había acompañado tantas veces que la reconocería a kilómetros.
Quisiera decir que le tendí la mano, que lo invité a pasar, que fui, al menos, amable, pero no. Francamente no tenía la energía para jugar a poner cara amigable y fingir poner atención a una conversación de la que seguramente jamás recordaría un carajo, así que, con ojos cansados lo miré y después atranqué la puerta para impedirle a cualquiera siquiera poner un pie cerca.
Él se dio cuenta. Sonrío aún más e incluso se acercó, levantó una mano y me hizo la caricia más insoportable de toda mi vida. Casi pude sentir cómo se quemaba mi piel con cada centímetro que recorrían sus dedos. Fue hasta entonces que las lágrimas a las que tantos límites les había puesto, al fin derribaron las barreras y corrieron felices de ser liberadas sobre mi rostro. Él quiso abrazarme y lo empujé. Él quiso consolarme y tapé mis oídos. Y cuando quiso encontrar mi mirada, escupí en su cara.
¿Cuál era la necesidad de sentir cualquier cosa por mí? Yo no necesitaba a otro hombre, ya me sabía la historia. Si lo dejaba pasar destruiría todo lo que encontrara en mí y entonces volvería a tener que tragarme mis ilusiones, mis esperanzas, mis sueños, mis planes, y tendría que volver a poner en una caja fuerte cada beso para no dejarlo escapar y sabotearme. Tendría que volver a empezar los días odiando cada aparición suya en mis sueños, y tendría que dejar de mirar televisión, ir al cine y hasta salir a la calle para evitar las jugadas de la vida que se empeñaba en burlarse haciéndome ver que el amor tenía la amabilidad de visitar a todas las personas del mundo excepto a mí.
Y por todo eso, porque ya entendía tan bien el juego que comenzaba a ser aburrido, ya no quería participar. Ahora estaba totalmente segura de que ahora había encerrado mis sentimientos con mejores medidas de seguridad y que había amaestrado tan bien a mis emociones que no había necesidad de esconderme tras la sombra de la depresión, que aún me vigilaba sin disponerse a marcharse, como amiga fiel, preparada para aparecer cuando la necesitara... como siempre pasaba.
Ahora tenía que ser fuerte. Las cicatrices me lo recordaban cada día. Y miraba cada golpe para darme cuenta de que no quería más dolor en mi vida. Porque de alguna forma siempre los besos se convertían más tarde en lágrimas, y cada momento vivido se hacía, después, una pesadilla más. Con lo que había tenido había sido suficiente.
Y él no tenía por qué sufrir a mi lado, dar amor y no recibir ni siquiera una sonrisa; él no debía vivir todo eso que yo había atravesado con tanto dolor.
Él me daba rosas, él me escribía cartas, él me trataba como jamás creí que un hombre pudiera ser capaz de tratar a una mujer... porque él me trataba bien. Y yo, que no lo esperaba en absoluto en mi vida, no podía (ni quería) debilitar mis defensas y volver a ser tan vulnerable como antes. Los rastros de la última vez que había pasado eso aún estaban dolorosamente muy presentes.
Él tenía paciencia, y yo, no tanta. Me dijo muchas veces que me entendía y que me iba a esperar... y así me di cuenta de que en realidad no me entendía. Si lo hubiera hecho habría comprendido que, aunque esperara, nada podía pasar. Que la caída había sido tan fuerte que mi piel jamás volvería a ser la misma. Que por más que intentara, a esa cosa traicionera llamada "confianza" ya nunca más le abriría las puertas, porque me había lastimado tanto que era imposible siquiera pensar en ella y no llorar. Y mis ojos, mis labios, mis manos y mi corazón ya estaban cansados. Habían dado tanto y les habían respondido con tan poco que no soportarían intentar más.
Él tal vez sí me quería, pero yo ya no quería querer... 
Pobre, pues no fue su culpa ni fue la mía. Fue mala suerte, o quizás otra burla más de la vida, pues cuando me rendí en el amor, cuando sellaba la puerta y cuando cerraba la última maleta, apareció.

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