sábado, 30 de julio de 2011

EL CASTIGO DE NO ESPERAR

Eran las 2 de la mañana y yo seguía sin poder dormir. Y por momentos todo era culpa, y a veces también vergüenza. Pero lo que más había era remordimiento. Todo había pasado muy rápido, y aún intentaba entenderlo, pero mientras más segundos corrían más me daba cuenta de lo tonta que había sido. 
¿Por qué me había entregado al miedo? ¿Por había sido tan débil? ¿Por qué había dejado que me manejara lo que el mundo pensaba que era lo correcto? Y sin poder contestar esas preguntas me quedé despierta esperando una respuesta con sentido.
Era joven (muy joven) y era manipulable. Además vivía con miedos e inseguridades que, aunque sabía que siempre habían estado en mi vida, se habían presentado con más fuerza esta vez. Ahí estaba yo sola cuando todos los demás pasaban sus minutos acompañados. Ahí estaba la estúpida esperando tan solo un beso... queriendo algo forzado para no perder tiempo esperando lo que sería real. 
Me dejé llevar porque la paciencia me había dado la espalda. Me sostuve de lo primero que me dio fuerza y no me quise soltar... Ahora me pregunto qué habría pasado si lo hubiera dejado pasar, ¿habría sido feliz? ¿habría sufrido? Gracias a mi falta de seguridad jamás lo sabré.
Tengo que ser justa: no sufrí. No lloré, no me dolió un solo segundo de todo ese tiempo. Cualquiera diría que vivía feliz, pero así como no había sufrimiento tampoco había verdadera emoción. Pasaba cada día preguntándome por qué no podía soltar aquello que ya me había dado toda la fuerza que podía necesitar, y gastaba cada noche respondiéndome a mí misma que no había necesidad de soltar nada, porque por más apoyo que hubiera ganado, aún sola no me podría sostener. Y esa fue la razón (lamentablemente) de mi larga permanencia. No era amor, no era ni siquiera un poco de cariño. Era mantenerme ahí por la seguridad que sabía que siempre tendría a su lado. 
Me arrepiento, porque no era bueno para nadie. Ni para él que me lo daba todo ni para mí que vivía recibiendo sin poder dar. Y recibía para no perderlo. Y también para no perderlo me aferraba más.
Me esforcé todo lo que pude por poder sentir algo, me pasé noches enteras intentando convencerme de que lo amaba también, de que era lo que necesitaba; quería darle todo y no podía sentir ni la mitad de lo que él sentía por mí...
Lo besé, lo toqué, sentí cada milimetro de su cuerpo y dejé que el mío estuviera a su disposición siempre. Tal vez así podría amarlo igual... pero no funcionó. Sin embargo mientras yo supiera que nada malo me pasaría seguiría a su lado siempre...
Y entonces llegaste tú.
Verte fue como abrir los ojos después de un sueño y darme cuenta de que lo único real eras tú. Tocarte fue entender que la vida me había preparado únicamente para ese momento: para ese en el que mi piel se cruzara con la tuya, para sentirte y para nada más.
La primera mirada que compartimos está guardada en mi mente para siempre, bajo llave para que nadie la encuentre, encerrada bien para que no me la quiten, acurrucada junto a la primera vez que escuché tu voz. Cuando te miré entendí qué vine a hacer a este mundo, todo me pareció tan claro, pude ver el camino que Dios me había marcado. Yo existía para poder estar junto a ti. 
Miré tus labios y supe de inmediato que quería poner una sonrisa en ellos cada día de mi vida. Entendí que verte feliz sería lo que iluminaría las mañanas y convertiría las tormentas en arcoiris. Pero tus ojos, esos ojos me enseñaron aún más. Quise escribir historias en ellos. Mil historias en las que seríamos sólo tú y yo... así como no podía ser. 
Él estaba a mi lado. Él y no tú. 
Siempre supe que tenía que haber esperado, que debía haberme soltado de él mucho tiempo atrás, pero nunca había habido una razón poderosa para hacerlo. ¿Cómo deshacer lo que aparentemente siempre ha sido perfecto?
Me había quedado a su lado para no perderme, y sin querer así te perdí a ti.
Quise regresar el tiempo, pero no pude. Sentí que había cometido el error más grande de mi vida. Debía tenerte a ti, estar contigo, vivir a tu lado y ser feliz, y en lugar de eso estaba con él, desperdiciando el tiempo que pude haber estado escuchándote, malgastando los segundos que pude haber pasado tocándote, tirando besos que sólo debían haber estado en tus labios. Dándole mi piel que sólo debía ser para ti.
Y el hubiera se convirtió en mi compañero diario, y el "te amo" en una frase sin sentido, pues no la escuchabas tú.
Pasaba los días a su lado deseando poder mirar tus ojos, y cada vez que estaba en sus brazos imaginaba cómo sería sentir tu calor.
No era justo para él. Lo había hecho todo bien, había sido el mejor, me lo había dado todo. Me besaba como si de eso dependiera respirar... pero no eras tú, y así nada tenía sentido. 
Entonces comencé a vivir una vida de fantasía. Salía y me imaginaba a tu lado, lo besaba y podía sentir tus labios, casi lo nombraba como tú, casi lo deseaba como a ti, y sin embargo nunca fue por amarlo, siempre fue por idealizarlo como a ti, como el hombre al que siempre había deseado y al que no había podido saber esperar. 
Si tan sólo te hubiera esperado...
Si no me hubiera apresurado...


Ya eran las 4 de la mañana y yo seguía sin poder dormir. Por más que le diera mil vueltas siempre llegaba a lo mismo: fuera cual fuera mi decisión iba a lastimar a alguien. ¿Por quién debía hacerlo? ¿Por él? ¿Por ti?...
¿Y si por primera vez lo hacía por mí?
No se lo merece, y eso me duele más. Y tampoco se lo merece quien está a tu lado. Pero ¿de verdad importa quién se pueda atravesar en el camino cuando lo que buscamos es la felicidad?
Eran las 6 de la mañana y yo seguía sin poder dormir, intentando inventar una excusa para no verlo mañana y poderte ver a ti...





lunes, 25 de julio de 2011

LA VISITA INESPERADA

Cuando cerraba la última maleta, apareció. Sonriente y educado, como para romper el hielo y, además, con toda la intención de entrar. No voy a negarlo, me di cuenta desde el principio de qué era lo que buscaba, y precisamente por eso le cerré las puertas. No, no era justo; al fin y al cabo él estaba pagando los platos rotos de alguien más, pero esa era su culpa, no la mía, pues él quería entrar aún con todo el conocimiento acerca de la situación, porque si no notaba en mi rostro desilusión entonces no era humano.
Pobre, pues tenía la esperanza. Me había acompañado tantas veces que la reconocería a kilómetros.
Quisiera decir que le tendí la mano, que lo invité a pasar, que fui, al menos, amable, pero no. Francamente no tenía la energía para jugar a poner cara amigable y fingir poner atención a una conversación de la que seguramente jamás recordaría un carajo, así que, con ojos cansados lo miré y después atranqué la puerta para impedirle a cualquiera siquiera poner un pie cerca.
Él se dio cuenta. Sonrío aún más e incluso se acercó, levantó una mano y me hizo la caricia más insoportable de toda mi vida. Casi pude sentir cómo se quemaba mi piel con cada centímetro que recorrían sus dedos. Fue hasta entonces que las lágrimas a las que tantos límites les había puesto, al fin derribaron las barreras y corrieron felices de ser liberadas sobre mi rostro. Él quiso abrazarme y lo empujé. Él quiso consolarme y tapé mis oídos. Y cuando quiso encontrar mi mirada, escupí en su cara.
¿Cuál era la necesidad de sentir cualquier cosa por mí? Yo no necesitaba a otro hombre, ya me sabía la historia. Si lo dejaba pasar destruiría todo lo que encontrara en mí y entonces volvería a tener que tragarme mis ilusiones, mis esperanzas, mis sueños, mis planes, y tendría que volver a poner en una caja fuerte cada beso para no dejarlo escapar y sabotearme. Tendría que volver a empezar los días odiando cada aparición suya en mis sueños, y tendría que dejar de mirar televisión, ir al cine y hasta salir a la calle para evitar las jugadas de la vida que se empeñaba en burlarse haciéndome ver que el amor tenía la amabilidad de visitar a todas las personas del mundo excepto a mí.
Y por todo eso, porque ya entendía tan bien el juego que comenzaba a ser aburrido, ya no quería participar. Ahora estaba totalmente segura de que ahora había encerrado mis sentimientos con mejores medidas de seguridad y que había amaestrado tan bien a mis emociones que no había necesidad de esconderme tras la sombra de la depresión, que aún me vigilaba sin disponerse a marcharse, como amiga fiel, preparada para aparecer cuando la necesitara... como siempre pasaba.
Ahora tenía que ser fuerte. Las cicatrices me lo recordaban cada día. Y miraba cada golpe para darme cuenta de que no quería más dolor en mi vida. Porque de alguna forma siempre los besos se convertían más tarde en lágrimas, y cada momento vivido se hacía, después, una pesadilla más. Con lo que había tenido había sido suficiente.
Y él no tenía por qué sufrir a mi lado, dar amor y no recibir ni siquiera una sonrisa; él no debía vivir todo eso que yo había atravesado con tanto dolor.
Él me daba rosas, él me escribía cartas, él me trataba como jamás creí que un hombre pudiera ser capaz de tratar a una mujer... porque él me trataba bien. Y yo, que no lo esperaba en absoluto en mi vida, no podía (ni quería) debilitar mis defensas y volver a ser tan vulnerable como antes. Los rastros de la última vez que había pasado eso aún estaban dolorosamente muy presentes.
Él tenía paciencia, y yo, no tanta. Me dijo muchas veces que me entendía y que me iba a esperar... y así me di cuenta de que en realidad no me entendía. Si lo hubiera hecho habría comprendido que, aunque esperara, nada podía pasar. Que la caída había sido tan fuerte que mi piel jamás volvería a ser la misma. Que por más que intentara, a esa cosa traicionera llamada "confianza" ya nunca más le abriría las puertas, porque me había lastimado tanto que era imposible siquiera pensar en ella y no llorar. Y mis ojos, mis labios, mis manos y mi corazón ya estaban cansados. Habían dado tanto y les habían respondido con tan poco que no soportarían intentar más.
Él tal vez sí me quería, pero yo ya no quería querer... 
Pobre, pues no fue su culpa ni fue la mía. Fue mala suerte, o quizás otra burla más de la vida, pues cuando me rendí en el amor, cuando sellaba la puerta y cuando cerraba la última maleta, apareció.

sábado, 23 de julio de 2011

EL DÍA QUE SE ATRAVESÓ EN MI VIDA

De todas las personas que existen en el mundo, con todos los continentes que hay, todos los países y las calles posibles para estar, justo él se tenía que estar ahí. Ojalá hubiera estado un poco menos conmocionada, pero ¿a quién le pide uno disculpas de su comportamiento cuando se encuentra sin querer con la persona a la que más ha deseado conocer en toda su vida?
Explicar qué sentí es aún peor... era como un déjà vu combinado con un calor insoportable, comparable sólo con la sensación de haberse quedado una hora entera dentro del horno de microondas: un completo desastre. Déjà vu, porque él había protagonizado todas las páginas de mi diario y había encabezado la lista de mis peticiones a Dios cada día de mi vida; calor insoportable, porque no estaba preparada para encontrarlo en ese momento. Es curioso, las cosas pasan no sólo cuando uno menos las espera, sino también cuando uno no está listo para afrontarlas.
El contacto visual que tan desesperado estaba por hacer su aparición en la escena jamás llegó. Lo agradezco, porque si el sólo verlo me produjo cosas en el organismo de las que jamás creí que mi cuerpo podía ser capaz, no imagino qué hubiera sido de mí si él se hubiera atrevido a mirarme. Lo que sí sucedió fue que me perdí totalmente en cada forma que había en su cuerpo. No fueron sólo las pestañas, los gestos, la manera en que sus labios se movían en sincronización con su lengua al hablar, sino que también fue el hecho de que nada de todo lo que tenía me pareció malo, feo o desagradable. Supongo que con eso estuve totalmente segura de que era él el hombre imaginario que tantas veces se había casado conmigo cuando jugaba de pequeña. Ahí estaba el hombre al que debía conocer.
Fueron tan pocos segundos los que compartí en el espacio en el que estaba él, y tantos los días que se instaló en mi mente; fue tan poco el tiempo que mis ojos miraron cada parte de su estructura, y tantos los detalles de su anatomía que se mudaron a mi cabeza; fueron tan pocas las posibilidades de estar con él, y tantas las historias que interpretaba como mi pareja en mi imaginación; con tan poco fue tanto que tenía que ser él.
Soñé con él cada noche después de aquel día y veía en mi imaginación mil escenas en las que llegaba a su lado y con toda la seguridad que tantos discursos que me había inventado me daban, le decía lo mucho que quería ver su letra en las cartas de mi cartera y su rostro junto al mío en mis portarretratos. 
También me volví alérgica a los hombres, y descubrí que cada vez que respiraba tenía un beso nuevo preparado para él.
De repente todas las le películas de amor, las canciones y los poemas comenzaron a tener sentido. Hasta encontré una razón para la existencia del día de San Valentín.
Además cada día que despertaba sentía una desesperación mucho más insoportable que el día anterior por verlo. Y también cada día me costaba más estar sin él.
Ya había acomodado todo en mi vida para que él entrara con toda la tranquilidad del mundo y aún no se dignaba ni siquiera a cruzarse de nuevo. Al principio me dio por encontrarle (de alguna manera que no puedo explicar) siempre el lado positivo a las cosas, y veía a cada persona que conocía como alguien a quien podía contarle cosas acerca de él. Pero a medida que pasaba el tiempo todo se volvía más doloroso. Esa era la palabra porque sólo había dolor. Su recuerdo se había aferrado con todas las fuerzas que tenía a quedarse en mi mente, hasta su olor había escalado poco a poco hasta que logró que me pareciera inimaginable un segundo de mi vida sin él, y él tenía tanto ya de no aparecerse en delante de mi vista que comencé a odiar el día que se atravesó en mi vida.
Yo vivía bien y no necesitaba a este insomnio de inquilino en mis noches, que cuando no llegaba con demasiada autoridad, me daba unos cinco minutos de libertad para dormir sólo para soñar con él. No necesitaba tampoco de la paranoia de salir perfectamente arreglada cada día y voltear hacia todos lados, rogándole a cada santo que conocía poder verlo aunque sólo fuera por unos segundos. Y definitivamente mi vida estaba perfecta antes de que, a la desesperada, me pusiera a intentar con todos los nombres que existen en el buscador de "facebook", para encontrarlo.
Los días pasaban y los meses conspiraban para añejar el recuerdo, y llegué a creer que jamás lo vería de nuevo. Pero justo cuando la esperanza comenzó a empacar su equipaje, totalmente dispuesta a abandonarme, él apareció otra vez.
Estaba tan tranquilo que me dio vergüenza toda la ansiedad que me había controlado durante ese tiempo por su culpa.
Y ahí, viéndolo me di cuenta de que de todas las personas que existen en el mundo, con todos los continentes que hay, todos los países y las calles posibles para estar, justo yo tenía que estar ahí para entender al fin que la esperanza debía marcharse porque él no me quería a mí.